Todavía bajo las sábanas, los ojos cerrados, el pelo suelto. La cama se le antojaba inmensa, de extremos inalcanzables.
Él paseaba alrededor, en silencio, acariciando suavemente los pliegues que dejaba el lino al abandonar la piel de la chica, observándola sin saber muy bien qué quería de ella.
Su chaqueta colgaba del perchero junto al vestido de tirantes que dulcemente le había quitado unas horas antes.
El día comenzaba a iluminar cada rincón, cada objeto. El sol se llevaba la intimidad y, a pesar de serlo, ya no parecían dos extraños.
Ella seguía durmiendo y él, sentado en una silla a los pies de la cama, no podía parar de mirarla.
Por fin se despertó, vio su vestido en el perchero y la silla vacía.
Una ducha, un café y dos azucarillos para olvidar que hoy volvería a dormir sola.
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